lunes, 1 de noviembre de 2010

Secretos que es mejor no contar

Antorchas, azadas y hoces. Gritos, insultos y maldiciones. La marabunta se dirigía hacia la cabaña de Mara, en las afueras de aquella aldea perdida. Mara, medio bruja medio adivina, no pudo ver en los posos de té lo que venía hacia ella. Hasta un minuto antes, no imaginaba que había dejado de ser una cíngara que vivía apartada (y criticada) para ser una hechicera a ojos de todos.

Tenía que pensar rápido. Tenía que huir. Sabía que no podía detenerlos con ninguno de sus trucos, y que confiar en la resistencia de la portezuela de su cabaña era como confiar en una cortina. Como confiar en el silencio de Ania

Rauda, cogió una capa y un saquito de hierbas muy raras, y salió por la ventana de atrás, la que daba al bosque. Tras ocultarse, y mientras los aldeanos destruían su hogar, Mara se dedicó a recordar. Recordó el día en el que se asentó en la aldea, al poco de morir su padre, siendo así la última de la familia, y recordó también el día en el que conoció a Ania. De aquello hacía ya dos años, cuando Ania era una pelirroja pecosa que no llegaba a los veinte años y ella acababa de cumplir los veintidós. La joven tropezó mientras llevaba agua del pozo, que no quedaba lejos de la cabaña de Mara, y ésta fue a ayudarla. Tras aplicarle unas vendas empapadas en aceites medicinales, le aconsejó que volviera a los 3 días para retirárselas.

La cíngara sabía que no convenía llamar la atención, pero desde el primer momento le atrajo la muchacha, y cuando ésta volvió, tras quitarle la venda se quedaron hablando durante horas en la pequeña choza. Pasaron los días, las semanas y los meses, y las dos mujeres vivieron un intenso y oculto amor, a pesar de que Ania estaba prometida a un muchacho de la aldea, el hijo del molinero.
Entonces Mara pensó en lo tonta que había sido al confiarle su secreto a la inocente muchacha. Cuando le reveló que sus talentos iban más allá de las hierbas medicinales, Ania juró guardar silencio, pero finalmente no fue capaz. Se lo contó a su hermana, la única que conocía su relación con ella, y que le había ayudado a ocultarla tantas veces. Pero está vez no guardó su secreto, y pronto todo el pueblo estuvo al tanto de la condición de Mara.


Al día siguiente, tras la noche de furia y destrucción, Ania fue a la cabaña de su amante. Por suerte, ésta no había sido quemada, aunque el interior estaba totalmente destrozado, todas sus cosas y muebles tirados por el suelo, todo lo que había sido la vida de una persona, destrozado. Encontró una camisa raída en la que percibió el olor de su pelo, esa melena azabache que tanto le gustaba a ella. Observó con el corazón encogido todos los utensilios que empleaba Mara para sus actividades, todos sus ingredientes, desparramados por el suelo.

Y en mitad de aquel caos, lloró. Lloró por haber sido tan tonta de desvelárselo todo a su hermana, por no haber sabido proteger a su amante, por no haber podido hacer nada por ayudarla. Lloró y deseó saber utilizar todo aquello para crear un sortilegio que le dijera donde buscar, a donde tenía que ir para poder fugare lejos con su amor. Pero no sabía.

― ¿Qué mierda haces aquí, Ania?

Cuando ésta se volvió, se encontró a su marido en el umbral, con una expresión nada amigable.

― Viktor…

― Tu hermana me ha dicho lo que hacías con esa puta gitana. ¡Golfa!- y le asestó una buena bofetada a su esposa.- ¿Has venido a buscarla? ¿Es que te habías olvidado de que tienes un marido?

― Por favor, Viktor, tú nunca me has querido igual que yo no te quiero a ti. Ojalá supiese donde está para irme con ella.- Contestó Ania en un golpe de rebeldía.

― ¿Cómo te atreves a decirme eso? Puede que tenga que enseñarte un par de cosas.

Unos minutos después, Viktor salía de la cabaña con las manos manchadas de sangre, y en su interior tan solo quedaba el cadáver de una muchacha, que empezaba a enfriarse.

Cuando Mara volvió a su cabaña, en busca de algo que pudiera salvar de entre sus pertenencias, encontró algo que no esperaba ver, y al instante supo quién había sido el asesino. Tras abrazar aquel cuerpo sin vida, y mancharse de sangre ya coagulada, la cíngara se dispuso a recoger todo lo que quedaba de su antigua vida en aquella casa. Cuando lo tuvo todo listo, preparó su despedida del pueblo. Con los ingredientes que aún le quedaban en buen estado, preparó un dulce veneno que no dudó en verter al viejo pozo.

Tras imaginarse durante unos segundos a Viktor vomitando sangre, suspiró y su silueta desapareció en el bosque.