jueves, 4 de agosto de 2011

Un reloj de arena vacío

En la fabulosa relojería de Blas había cientos de relojes. Analógicos, digitales, de pared, de cuco, de pesos, solares, relojes que no parecían relojes... Había relojes de todas las épocas, de cada rincón del mundo, y la gente pasaba horas, y horas en la relojería admirando cada artilugio, aunque después se fueran sin comprar nada.

            Todos los relojes que poseía tenían su hueco en el corazón del relojero, cada uno tenía su historia, pero había un tipo de reloj al que Blas tenía un cariño especial: los relojes de arena. Le gustaba contemplar los granos caer, y pensaba que cada grano era una vivencia más en una vida realmente interesante. Por eso, siempre llevaba un pequeño reloj de arena fabricado por el mismo colgado al cuello.

            Era su posesión más valiosa y por nada del mundo se separaría de él. Para su creación había aprendido a soplar vidrio, había tallado en ébano el soporte, y había cogido arena de las playas donde había vivido los momentos más maravillosos de su vida para llenarlo. Era su talismán, era parte de su alma.

            Cierto día entró en su tienda una exótica mujer que él no había visto nunca. Se vestía con telas que le hubieran parecido harapos de no estar en su cuerpo, lucía baratijas que parecían las mejores joyas en ella, dándole un toque de rareza, y era indudablemente hermosa. Movía rítmicamente sus caderas, el eje de un cuerpo esbelto y curvilíneo, con cada paso, su cabello era una cascada color miel veteada con mechas doradas que contrastaba con una tez bronceada, y sus ojos negros y profundos parecieron hipnotizar a Blas cuando se cruzaron con los suyos.

            Paseó unos minutos por la tienda y finalmente se llevó un bonito reloj de pulsera de plata. La mujer siguió yendo a la tienda durante varios días, a veces cruzaba unas palabras con Blas, a veces incluso soltaba una melodiosa risa mientras hablaban, a veces lo ignoraba. A veces compraba, a veces no, pero durante el tiempo que ella estaba allí, Blas la contemplaba fascinado, cada día que ella iba a su relojería, era como un grano de arena más que caía en un reloj que no medía otra cosa sino el enamoramiento.

            Una noche, Blas informó a la joven que ya era tarde, que iba a cerrar. Ella salió de la tienda y esperó a que cerrara. Le dijo que tenía que darle algo. El hombre la siguió por las calles, en un extraño recorrido, en un paseo aparentemente sin rumbo. De pronto, la mujer se dio la vuelta y obsequió al relojero con un fugaz beso.

            — Ahora, quiero algo a cambio- dijo mientras pasaba por el reloj que se balanceaba por el pecho de Blas.

            Él intentó negarse, pero cuando se topo con los enigmáticos ojos de la muchacha no se vio capaz, y, dominado por un incontrolable deseo de complacerla, se lo entregó. La joven se volvió, y con el reloj en la mano se alejó tranquilamente del hombre.

            Blas no pudo dormir esa noche, y cuando al día siguiente entró en su relojería, observó que la arena de sus relojes de arena había desaparecido.

            Ya no había vivencias que esperar, ya no había nada que contar. Su alma pertenecía ahora a otra persona.



*      *      *


Bueno, este es un texto antiguo que ya publiqué en otro blog hace tiempo, pero que vuelvo a colgar aquí para mantener esto activo y tener todos (o casi todos) mis textos en un mismo blog. De ahí la etiqueta "Recopilando", que aparecerá en todos los textos de este tipo.