viernes, 24 de abril de 2009

La Bruja

Salió a comprar ilusionada como una chiquilla cuando vio que llegaba el buhonero. Pasaba sólo una vez al año, y ella no desaprovechaba la ocasión de comprar alguno de esos artilugios que tanto la maravillaban, pequeñas obras maestras de tecnología, arte y un pellizco de magia. Eso sí, por mucho que insistía, el buhonero jamás revelaba su procedencia.

Tras hacer los tratos pertinentes, y mantener una breve conversación sobre el retorno del comerciante a su hogar, la bruja volvió satisfecha al suyo propio, con su recién adquirido molinillo para descifrar el lenguaje del viento, y se encontró con algo de lo que su bola de cristal no le había avisado, un gato negro sentado muy tieso sobre la abarrotada mesa. Su Gato Negro.

Sorpresa, alegría, preguntas tales como "¿Qué tal estás?", o "¿Cómo tú por aquí?", largas y profundas conversaciones con una copa de licor de amapola, así se resume la velada. Nada de eso es relevante. Cuando los primeros rayos de sol rayaron el horizonte, el gato se marchó, y la bruja creyó que a lo mejor ella también debía volver a la tierra que había visitado hace tanto, ahora que el dragón había sentido las mismas inquietudes. Lo cierto es que añoraba el lugar, su claridad, su equilibrio, esa sensación de realidad frente a la fantasía que daba forma a su mundo. Os preguntaréis por qué no se quedo allí. Como todas las brujas, era notablemente sabia, y sabía que debía volver a su lugar en el cuento, al fin y al cabo ella formaba parte de aquello. Pero ya no era la misma, no señor. Ahora ya no vivía su papel como antes. Sabía qué era lo que quería, qué estaba bien o mal, y qué era lo que necesitaba. Así que siguió con su vida, ajena a lo que pasara o a lo que dijeran de ella, limitándose a cumplir. Tenía cosas mejores que hacer. Pero ya empezaba a encontrar su vida monótona, y sí, definitivamente, iba a ir.

Pero no podía irse de sopetón. Antes tenía que encargarse de algunas cosas, atar cabos. Dejó la casa al cuidado de un viejo elfo amigo suyo, y se dirigió, como no, a la capital del reino. Aparcó la escoba en las afueras para no llamara la atención, y se dirigió al corazón de la ciudad.

En la calle la gente sólo hablaba de lo acontecido el día anterior, cuando un dragón rojo surcó los aires. Ella no prestó mucha atención, no había nada que no supiera. Iba a visitar a su hermana, a aclarar ciertos asuntos, a despedirse de ella.

La Reina de Corazones, ya recompuesta, recibió el aviso de que tenía visita, y cuando ésta entró se escandalizó y a punto estuvo de echarla. ¡La bruja en palacio! ¿Que grave falta de protocolo!. Cuando atravesó la capa de hielo y altanería como sólo una hermana sabe hacerlo, la Bruja y la Reina hablaron de temas serios. Del futuro, del pasado, algo del presente...

En comparación, ninguna de las dos era alguien al lado de la otra, una la reina, emperatriz del reino, otra la sabia bruja, la mítica hechicera. Esta última le dio el pésame por la muerte de la princesa, su sobrina, y se dispuso a marchar.

Tras una emotiva despedida (uno nunca sabe cuánto durará el viaje), la bruja se marchó, no sin antes invocar la imagen de un Dragón Rojo que dejó absorta a la reina como lo hizo el auténtico.

A la salida lanzó una moneda al artista del alambre, que la recibió con un guiño. Compañeros en la escuela de arte, uno fue para el arte del entretenimiento y lo teatral, de lo visual, lo festivo, y la otra al misterioso arte de la bujería.

Y así cogió su escoba y alzó el vuelo, hacia un lugar más allá del horizonte.

miércoles, 8 de abril de 2009

Slow

Despacio es un susurro en la noche.

Despacio es desperezarse a las 11 de la mañana.

Despacio es esperar a que el semáforo se ponga en verde aunque no pasen coches, es un paseo por el campo, una conversación sobre el ayer.

Despacio es un atardecer en la montaña, son los copos de nieve cayendo, similares al vuelo sin prisa de la mariposa.

Y despacio es lo que quiero.

Quiero vivir así, con parsimonia, pues tiempo nos queda de sobra. No quiero llegar a mi destino antes de tiempo, soy feliz aquí y ahora, no tengo prisa por ver el futuro.

Quiero un día a día sereno, sin estrés, sin tener que pensar siempre qué hacer, quiero disfrutar del momento.

Que los ritmos punk de mi mp3 se vuelvan un suave jazz, que el trasiego de paso a la calma, que la carrera se convierta en camino.

Ahora, amor, ¿podrías pedirle a las agujas del reloj que vayan más despacio? Quizá a ti te hagan caso.

jueves, 2 de abril de 2009

El Bosque de las Osamentas



El paraje era sórdido y desolador. El Bosque de las Osamentas era un camposanto gris, lúgubre salpicado de lápidas en ruinas, con la hierba seca a juego con los tétricos árboles, muertos, retorciéndose hacia la oscuridad, creando formas fantasmagóricas con sus ramas, como esqueletos danzantes.
Allí vagaban todas esas almas perdidas, olvidadas, en busca de un rayo de luz, un atisbo de esperanza, del descanso que jamás encontrarán.
Ese era el lugar que frecuentaba la niña. Aún atada a la vida, una vida supuestamente feliz, en ocasiones se sentía como un espíritu atormentado más, y visitaba aquel lugar de pesadilla, donde se sumía en sus negros pensamientos.
Cierto día, una de las almas, normalmente meditabundas, se interesó por ella.
― ¿Qué haces tú aquí? –quiso saber- Tú no eres de este mundo.
― Vengo aquí cuando quiero estar sola. Déjame.
― Todos hicimos lo mismo una vez. ¿Cómo crees que llegamos hasta aquí? Renunciamos a la vida, nos hundimos, nos abandonamos a nosotros mismos. No dejes que eso te ocurra.
Ella lo ignoró y el espectro acabó por marcharse. Cuando sintió que ya había tenido suficiente por aquel día la niña inició el camino de vuelta, pero pronto descubrió que ya no podía volver.