He pasado por tantas cosas que
cuando echo la vista atrás da la sensación de que veo una película. Con sus
escenarios, sus guiones, actores
secundarios, y, por supuesto, el protagonista. Un protagonista que ya apenas
reconozco, viviendo una vida que resulta extraño recordar que fuera mía. Y lo
peor, es que no hace tanto. Amistades férreas que se tornaron aire, sueños que
se apagaron en un pestañeo y amores que se me escurrieron como la arena de
entre los dedos antes de poder llegar a agarrarlos. Como los fantasmas que
siempre fueron. Y tras este sueño, que duró más de una noche de verano, aquí me
hallo (una vez más) con el alma atravesada por la idea de que nada más allá de
las detalles meramente circunstanciales, cambia realmente.
Porque, pensándolo bien, éste es
el punto de inicio de todas mis fantasías, de todas mis realidades alternativas
en las que era otra persona. El escenario recurrente al que me veo exiliado una
y otra vez, hasta conseguir entrada para una nueva sesión de cine. Debe de
haber un determinado momento en el que alguien pulsa el botón de retroceso y me
veo devuelto al inicio.
Sin embargo, a pesar de hacer,
deshacer y rehacer los mismos caminos, echando un vistazo a mí mismo, veo que
no he evolucionado. Me endurecí, me autoengañé, aprendí a sortear obstáculos.
Pero cuando realmente queda al descubierto mi ser, veo lo mismo, con envoltorio
ligeramente distinto. Esto me hace preguntarme si éste será mi sino, malgastar
mi vida en ciclos absurdos que me devuelvan siempre al mismo punto. Si no seré
esa pescadilla que se muerde la cola.
Necesito un impacto. Algo que me
apasione, que me destroce, que me inspire, que me quite el aliento, me exprima
y me devuelva a la vida. Algo tan devastador que me arranque de cuajo de esta
espiral sin sentido.
Pero no importa lo que yo haga,
piense o diga. Seguramente mañana por la mañana esta idea no será más que un
fantasma más.