domingo, 6 de junio de 2010

El ladrón


Originalidad. Talento. Son bienes preciados, y escasos.
Es lo que diferencia a una persona especial, lo que convierte al artista en famoso y admirado.
Totalmente intransferible y auténtico.

Nacido en una pequeña ciudad del interior, Gabriel Miranda, amante de la naturaleza, jugador de bolos amateur y pintor ocasional, era, ante todo, lector y escritor empedernido. De hecho, era así como se ganaba la vida, escribiendo. Esta sería una buena carta de presentación.
Comenzó modestamente, publicando relatos breves en revistas de mayor o menor tirada, pero pronto los editores observaron que la escritura de Gabriel tenía algo distinto, un toque embriagador que volvía a los lectores más y más voraces hasta que casi se comían las páginas.

De modo que nuestro amigo pronto tuvo la oportunidad de publicar un libro íntegramente suyo. Al ser un escritor poco conocido, la primera edición de Techos de cristal, su primera obra, apenas llegaba a los 1000 ejemplares. Al principio sólo se vendieron unos pocos, pero cuando la crítica empezó a alabar su genuina prosa, las ventas subieron como la espuma. Se hicieron más y más ediciones, cada vez más cuantiosas y el premio al Escritor Revelación consolidó su éxito.

A esto le siguieron años de éxito, con sus correspondientes firmas de libros, fiestas, etc. En la actualidad, los libros de Gabriel Miranda se esperan con ansia y la primera edición se agota a los pocos días.
Lamentablemente, Gabriel está ya acabado. A sus treinta y ocho años ya ha escrito todo lo que tenía que escribir, no queda nada en el tintero. Los años de frenética e incansable escritura han terminado con todas sus ideas. Han pasado dos años desde su última novela, y la editorial empieza a clamar por otra maravilla de la literatura.

El consumo de estupefacientes y demás “estimulantes”, a los que recurrió en situaciones similares, ya no lo ayudan con su obra. Antaño una pastilla o una inyección podían despertar (o adormecer) su mente llevándola a una explosión de creatividad sin frenos, en la que podía crear historias inimaginables, que encontraba escritas de manera casi incomprensible a la mañana siguiente, con dolor de cabeza.

Una tarde, el escritor sale a dar una vuelta. Le apetece pensar en otra cosa, por lo que entra en un local y pide una infusión. Una vez lo tiene entre las manos, humeante, desde su mesa echa un vistazo al lugar. Luz tenue, cuadros y tapices en las paredes de madera descolorida, una atmósfera de humo dulce e historias que lo envuelve todo…

De pronto, encuentra a un hombre elegantemente vestido sentado a su lado. El pelo negro y aceitado cae sobre sus hombros en suaves ondas, y sus ojos oscuros lo observan inquietantes.

― Yo sé quién eres.- dice- Sé qué es lo que quieres, y sólo yo puedo ofrecértelo.

― ¿Qué sabes tú de mí? ¿Quién eres?

― Mi nombre es Dorian, y sé que te ahogas en la frustración, que tu pluma es incapaz de escribir. Yo puedo arreglar eso.

― ¿Ah, sí? – Contesta mitad intrigado mitad incrédulo- ¿A cambio de qué?
― Nada. Tan solo te pediré un pequeño favor, un día. Nada fuera de tu alcance. ¿Y bien? Sólo tienes que decir sí.

El calor adormece a Gabriel, y el aroma de la infusión lo embriaga. Como llevado por una extraña sensación, en el límite de la consciencia, contesta.

― Sí. – y el desconocido sonríe.


Esa sonrisa aún está presente en la mente de Gabriel cuando despierta de la siesta debajo de su periódico habitual, con fecha del 5 de junio de 2010.

El sueño lo recuerda difuso, pero maravillosamente inspirador. Comienza a escribir, y cuatro meses después su nueva novela está lista.

Él no tiene muy claro qué significaba el sueño, pero no le importa mientras todo siga así. Su psicólogo opina que era una historia de su subconsciente para marcar una etapa de nueva inspiración y a él le parece verosímil.
Gabriel vuelve a su rutina de creación constante de literatura de la más alta calidad, y no hay periódico que no se haga eco de su obra y sus éxitos. Cierto día, viene a su mente la más brillante de las ideas, la historia definitiva que marcaría un antes y un después en su carrera. Así nace El ladrón de la esperanza, una obra que se prevé sublime.

De modo que comienza a escribir. Página tras página, capítulo tras capítulo. Decenas de historias que confluyen, personajes de todos los tipos, en un entramado original y vibrante.

Centrado en su trabajo, va descuidando los demás aspectos de su vida. No sale de casa, no se relaciona, su higiene personal empieza a dejar mucho que desear, igual que la de su casa, y apenas come. Sólo escribe. Porque sabe que a la historia le falta algo. Se arranca mechones de pelo enteros intentando averiguar qué es, le come horas al sueño para dárselas al Ladrón, pero nada es suficiente. Sabe que tiene entre sus manos la mejor novela que ha escrito, puede que la mejor de toda la década, o de la centuria, pero es incapaz de concluirla. La locura empieza a adueñarse de su ser.

Una noche lluviosa sale de casa, con su pijama de franela raída y zapatillas de casa, sin afeitar y desarreglado, con su preciado su manuscrito en mano.

Entonces, entra en los bares, en los café-teatros, en los prostíbulos, se acerca a la poca gente que recorre la calle, en busca de respuestas. “¿Qué le falta?” repite una y otra vez agitando el texto. La gente lo rehuye e incluso le pide que se vaya, asustada por semejante chiflado. Entonces vaga, borracho de desesperación hasta que cae en el suelo, soltando su obra, que empieza a estropearse por la lluvia. Pero antes de que la tinta emborrone definitivamente las páginas, una mano enguantada la recoge y, aunque éste no lo sepa, responde a la pregunta de Miranda. Con impecable caligrafía del siglo XIX, añade lo que falta.
Una firma.

De pronto, Gabriel Miranda despierta de la siesta debajo de su periódico habitual, con fecha del 5 de junio de 2010. Confuso y aturdido aún por la experiencia onírica, hojea un poco las páginas, y encuentra una columna que reza: “Dorian Burton, con su El ladrón de la esperanza, cosecha éxitos sin precedentes y desbanca a Gabriel Miranda como líder de ventas”.

Gabriel recuerda. Un favor.

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