martes, 8 de marzo de 2011

Garrasiak

Gritos.


Gritos de cuando simplemente necesitas llorar, pero no puedes, porque te prometiste a ti mismo que tus ojos estarían secos.


Alaridos de fe, de dolor, de alegría, de desesperación, o simplemente quejas de un alma desgarrada.
Gritos silenciosos de cuando necesitas ayuda, pero necesitas no tener que pedirla. De cuando sólo te abraza la almohada.


Fragmentos de un espejo roto en tus entrañas, que cuanto más tratas de sacar más dentro se meten, mordiendo la carne.
 Intentas juntar de nuevo las piezas, pero no encajan. Faltan algunas, y tus manos laceradas ya casi no aciertan a agarrar los cristales. Gritas, pero nadie te oye. Bueno, algunos te oyen. Pero tus aullidos sólo son susurros, o tienen sonidos más agradables a los que prestar atención.
Piensas que hacer ruido es la mejor manera de conservar aquello por lo que tanto luchaste, a lo que te aferraste en momentos de debilidad, aquello por lo que llegaste a renunciar a ti mismo. Pero no. Los gritos sordos no llegan a oídos de quien ya no quiere escuchar.


Te la juegas. Todo o nada, un último aviso desesperado, una última nota agónica sale de entre tus labios, con un destinatario grabado a fuego. Ni el eco se molesta en contestar.
Y te miras en los trozos que quedan de cristal. Y te ves a ti mismo, impotente y demacrado, bañado en lágrimas (que finalmente aparecieron) y sangre.


Y finalmente, eres consciente de que nadie va a venir a por ti. Anonadado, herido y confuso, te levantas. Coses tu herida y te limpias la cara, como puedes. Y sigues hacia delante, y sonríes y todo parece normal. Aunque cada noche tu herida sangre cuando te vas a dormir, fruto de una mala sutura y de un afilado inquilino que no pudo ser desalojado..


Pero ya no gritas. Gritar duele cuando la hemorragia es interna.

No hay comentarios:

Publicar un comentario