martes, 16 de febrero de 2010

A las siete, en el Penélope

Melinda era una mujer con tendencia a perder cosas. Las llaves, el paraguas, la bufanda… Por eso tenía costumbre de coleccionar, de recoger todo tipo de cachivaches que encontraba por ahí, para compensar lo que ella perdía.

Vivía en un ático abuhardillado cuya hipoteca pagaba dificultosamente con un no muy bien remunerado empleo de camarera en un café de la avenida. Los 50 metros cuadrados de su hogar bastaban para ella y su gato siamés, y cada rinconcito de la casa era personal. Por doquier colgaban móviles extravagantes hechos con pedacitos de las cristaleras viejas de la catedral, la que están renovando. Las paredes estaban abarrotadas de pósters con las esquinas rotas, cuadros pintados por ella misma y unos pocos espejos en los que rara vez encontraba atractivo su reflejo.

En un rincón del salón había una chimenea antigua que no podía encender, pero le gustaba imaginar las llamas crepitar en ella. La casa estaba formada por: El ya mencionado salón, relativamente espacioso y muy iluminado. Un dormitorio pequeño con una de esas camas con barrotes clásicos. Un baño más pequeño todavía. La cocina. Uniendo estas cuatro estancias y como nexo al exterior, un pequeño pasillo, ni siquiera digno de mención.

En el trabajo, Melinda procuraba ser eficiente. No se le podía olvidar todo, como le solía ocurrir. Y a pesar de que a menudo olvidaba algún que otro café, ella sonreía siempre, y cuando le recordaban la consumición perdida, ella la servía siempre acompañada de una chocolatina, y a veces incluso un pastelillo de limón, de esos que ella misma preparaba en su cocina mientras cantaba inventándose las letras (las originales también se le habían perdido).

A pesar de naturaleza despistada, Melinda era muy observadora a veces. Es más, era su atención por los demás lo que la había olvidarse de sí misma. Conocía a los clientes habituales, sabía qué significaba que David pidiera café o té, o que Leonor se echara dos sobres de sacarina. Por eso acostumbraba también a dejar notas en las servilletas. Pequeñas frases para hacerlos sonreír. Una vez incluso le escribió con azúcar en la mesa a la vieja Gertrudis cuando su marido murió de cáncer, pero doña Penélope, la dueña, se enfadó con ella y no lo volvió a hacer. No quería perder su ático, y necesitaba el dinero. Trabajaba todos los días sus ocho horas, excepto los domingos, y un día cada dos semanas su jefa hacía un acto de bondad y le concedía un día libre más, a su elección. Dª Penélope, sin embargo, permanecía en el café Penélope (qué coincidencia, ¿no?) todos los días de ocho a ocho, con una breve pausa para comer.

Pero a las siete, cuando Mel salía del café, en la entrada esperaba siempre Robert. Su Robert, para recibirla con un beso. No podía decirse que fueran una pareja como tal, así como no podía decirse que fueran unos amigos corrientes. Eran gente especial, con relaciones especiales.

De siete a nueve, a Robert le pertenecían las risas, las miradas, las confesiones. Él era fotógrafo. Cada día le llevaba una foto nueva, y esa misma noche Melinda, que manejaba la pluma bastante mejor que la cafetera (y no porque la cafetera la manejase mal), escribía una historia para esa foto, que comentaban al día siguiente con una copa de vino.

Cierto día discutieron. Cierto día Robert dejó su copa con brusquedad y salió airado de casa de Melinda, con la cabeza alta y farfullando, sin reparar en las vías del tranvía que se lo llevó por delante.

Trágico, lo calificaron algunos. Devastador le pareció a Melinda un término mucho más apropiado. Asomada a la ventana, el fruto de su vientre se marchitó (por si no lo había mencionado, sí, Melinda estaba embarazada. Sí, de Robert). Una lágrima negra contaminada con rimel surcó su rostro de porcelana. Después entró a lavarse la sangre de su sexo.

Fueron pasando los días, Y Mel se fue convenciendo a sí misma de que Robert seguía ahí. Que se había montado al tranvía en vez de que el tranvía lo montara a él. Tan sólo lo había perdido, como perdió las llaves del cuarto de bicis la semana pasada. Pero las llaves las había encontrado aquella mañana en el cajón de las sartenes (no me preguntéis cómo llegaron allí). Así que cogió las llaves y salió en bici a buscarlo. Lo encontraría, le pediría perdón y él volvería a esperarla cada tarde a las siete. Estuvo mucho tiempo fuera, buscando. En el trabajo contrataron a otra a las dos semanas de su marcha, una tal Anne, rubia y pechugona. Pero nunca dejaba chocolatinas, ni notas en las servilletas.

A su buzón empezaron a llegar avisos por las facturas de la comunidad sin pagar.

Cierto día Sharon, una escuálida niñita, que siempre había sentido por la mujer que vivía dos pisos más arriba, vio la bici plateada de Melinda tirada en el rellano. Subió las escaleras de dos en dos hasta el ático y se encontró la puerta entreabierta. La abrió cuidadosamente, y cubierta de una fina capa de polvo, se encontró el hogar de la que era (¿o fue?) su vecina favorita.

Había muchas cosas. Elementos decorativos, amuletos, montones de fotos adjuntas a folios y folios escritos, un espejo tan sucio que devolvía una imagen borrosa. Flota cierto aroma a pastelillo de limón. Mil objetos distintos entre sí, algunos de ellos sin polvo, como si los acabaran de dejar. Pero ni un alma. Hasta el gato se había marchado

Supo que había terminado de buscar. Supo que hubiera dado o no con su objetivo, Mel no volvería jamás.

* * *

Café Penélope.

Siete de la tarde.
La puerta se abre, entra una ráfaga de viento.

El azúcar traza la vaga forma de dos nombres.
Una camarera llamada Anne lo limpia sin percatarse.
Doña Penélope observa.

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